martes, 12 de mayo de 2009

La esencia de viajar o Breve homenaje a Ryszard Kapuscinski

Viajar es experimentar,

es estar abierto al imprevisto, a lo espontáneo, a todo lo que ese lugar específico que visitamos tenga para ofrecer. Es evitar lo planeado, lo esperable, la comodidad, el placer banal, el espejismo de aventura.


Viajar implica suspender nuestras expectativas y ahogar nuestros prejuicios sobre las personas y situaciones que allí encontraremos. Supone una mente y un alma abiertas a la riqueza de lo diferente y de lo hermoso de poder compartirlo.


Viajar demanda no quedarse con lo supuestamente bello, sino que exige enfocar todos nuestros sentidos en los distintos aspectos de la realidad, para buscar la belleza en cada uno de ellos, en especial en donde usualmente no lo hacemos.


Viajar ofrece la oportunidad para encontrarse con uno mismo. Permite, una vez abstraido de la rutina, poder pensar sobre la dirección que le hemos dado a nuestra vida. Sobre nosotros mismos, sobre quiénes somos realmente.


Viajar llama a encontrarse con el otro. A descubrir en distintas costumbres y culturas la misma esencia que nos hermana como seres humanos, al mismo tiempo celebrando la diversidad. A tirar abajo barreras de miedos e ignorancia que construimos para no afrontar nuestras propias flaquezas.


Viajar abre la mente a nuevas formas de concebir el mundo y la vida. Nos enfrenta a realidades y experiencias humanas distintas a las nuestras. Nos da una nueva visión sobre nuestra herencia socio-cultural, sobre nuestro origen, a partir de la cual podemos valorar más los aspectos positivos y corregir los hábitos y costumbres dañinos.


Viajar permite contemplar el milagro de la vida en la naturaleza. Montañas, ríos, desiertos, bosques, mares, selvas. Son nuestro más preciado tesoro, y nuestra mayor responsabilidad. Admirarlos y cuidarlos es derecho y deber de toda la humanidad.


Viajar da la posibilidad de entender mejor al hombre. De contemplar la huella que ha dejado en el mundo, sus grandezas y sus miserias, sus maravillas y sus horrores, su genio y su ignorancia, su riqueza y su injusticia.


Viajar es una actitud que no admite la indiferencia.


sábado, 27 de diciembre de 2008

Benditos juegos europeos

acá va el videíto de los jueguitos de Schönbrunn .

martes, 16 de diciembre de 2008

Un par de salchichas vienesas

Día I


El despertador del celular de Nela comenzó su rutinaria melodía. Frente a nuestra cucheta, un Jaime con cara de dormido se ponía la campera. Otro día de frío y nubes. Nuestro último desayuno no hubiese tenido nada de especial, un vaso de leche acompañado por tostadas con manteca y mermelada, si no hubiese sido por el individuo germano, que, a pesar de su reciente estado de pobreza, nos convidó con unas uvas. Tras darle un abrazo a Fimi, eludiendo su particular aliento a ajo, y con los pilotines calzados, emprendimos la vuelta hacia la estación de Keleti Pu.


Desde la ventana del tranvía amarillo vimos alejarse la isla Margarita, mientras vigilábamos las puertas del vagón a la espera de algún inoportuno inspector. Libres de toda culpa y más importante, de toda multa, entramos a la estación y buscamos nuestro supuesto tren en las pantallas. Resultó ser que el tren en cuestión no existía, y por ende debimos esperar una hora, la cual aprovechamos enviando una postal a Zsuzsi. Como aún nos quedaban unos fioritos Nela no perdió la ocasión para hacerse de una factura típica en forma de rosquilla, de la cual manaba una crema demasiado parecida al moco para despertar mi apetito.



Era el primer tren moderno que veíamos, y no cabían dudas de su origen austriaco. Recorrimos el pasillo en busca de una cabina vacía, pero enseguida nos contentamos con la compañía de una joven china. “Ya tendríamos que estar saliendo”, Nela no llegó a acabar la frase cuando el tren comenzó a moverse. Todos celebramos la puntualidad germana con una sonrisa. Al cabo de un rato de charlar entre los tres, riéndonos de una guía con frases básicas en español, nos sorprendimos al descubrir que la joven china había entendido todo. Su nombre, o mejor dicho su nombre occidental, era Lulú (la comparación mental con la perra de Nela fue imposible), hace un año que estudiaba español en Madrid y, tras trabajar de camarera por un tiempo, había emprendido un viaje similar al nuestro, comenzando por los países escandinavos. No puedo dejar de pensar en la imagen de un guerrero vikingo estupefacto por la visión de una adolescente china llamada Lulú sacándole veintitrés fotos por minuto. Las perlitas de la globalización.


Cada kilómetro recorrido aportaba un rasgo más de perfección a la metamorfosis que sufría el paisaje. La entrada en las tierras germánicas se hizo notar. Los campos empezaron a dar lugar a barrios arbolados de prolijas casas. Nela me hizo reparar en lo que parecía ser un bloque de metal con ventanas, en realidad un conjunto de conteiners adaptados para proporcionar una vivienda económica a obreros o estudiantes. Las puertas del vagón se abrieron dejando entrar un viento helado que borraba la esperanza de un clima más benigno. Lulú no nos dio tiempo para despedirnos, fue engullida por una masa de transeúntes bien abrigados. Jaime no tardó en seguir su propio camino, no sin antes arreglar para encontrarnos algún día.


La última letra de mi piloto de Movicom se despegó y cayó al suelo. Llevábamos todo el abrigo del que disponíamos, y aún así nos cagábamos de frío. No habíamos sentido tal necesidad de llegar al hostel en todo el viaje, y cuando finalmente lo hicimos, fue la gloria. Cocina equipada, comedor, sala de estar con guitarras y timbales, jardín con asador y un ajedrez gigante, salón con barra para la noche, y la pincelada maestra, un piano. Después de asentarnos de forma muy relajada en semejante paraíso, nos dimos cuenta de que ya eran las cinco de la tarde y no habíamos almorzado. Sin perder tiempo nos adentramos en el super Penny más cercano. La cola para la caja parecía una publicidad de Beneton: un viejo alemán con cervezas, una dupla de mujeres musulmanas charlando casi a los gritos, una familia de negros, y un rubio tan alto como granoso. De vuelta en el hostel descubrimos las maravillas de la comida enlatada alemana, con un plato de ravioles con tuco nada despreciables.


Jaime nos había hablado de unas entradas económicas a la Ópera, así que nos pusimos en marcha adentrándonos en la ciudad por una avenida comercial. Si bien nos habíamos bañado y arreglado lo más que podíamos, no cabía ninguna duda de que éramos los peor vestidos de la noche. Compramos nuestras entradas de tres euros y nos infiltramos en un mar aristocrático de trajes y vestidos, rellenos por sus distinguidos dueños. Cuando llegamos a nuestros lugares descubrimos que desde la popular de River se apreciaría mejor el espectáculo, pero igual de felices y parados (la clave del insignificante precio de la entrada), presenciamos Ariadna de Knosos, un magistralmente interpretado bodrio.


En la pausa descansamos en un banco, sin esforzarnos demasiado por encajar. Un viejo panzón de esmoquin, sentado enfrente, mecía su barba marxista con restos de comida mientras dedicaba una sonrisa a un amigo invisible. La obra terminó, finalmente, y comenzaron los aplausos, que duraron unos quince minutos, debido a que cada vez que todo parecía acabar, dos viejas reanudaban la gracia con más emoción aún. Nos quedamos con los acomodadores contemplando la magnífica sala.


Estrenamos la cocina del hostel con nada menos que unos bifes de cerdo con puré. Sentados en los sillones del hall, apuramos unas cervezas austríacas con papas páprika mientras que, sin mucha dificultad, Nela destruía mi moral en una partida de ajedrez chino. Al final, el sueño nos gano de mano, y en poco tiempo nos despedimos de Viena hasta el día siguiente.


Día II


La pereza pudo más que la curiosidad, y el nuevo día nos vio desayunando un budín de chocolate a las 11 de la mañana, tras lo cual me permití una breve y bastante mala interpretación de Johann Sebastian Bach. Salimos a la calle para confirmar que el otoño europeo no iba a ser tan benigno como nuestras predicciones. Caminamos por María Hilfestrasse, una avenida comercial amueblada por locales internacionales. No tardamos demasiado en entrar a un C&A y un H&M para hacernos de una bufanda y dos gorritos azul Francia. La pétrea figura de Haydn nos contempló desde la entrada de una iglesia, preguntándose quizás por esa pareja de pitufos inadaptados muertos de frío.



Flanqueamos el Museum Quartier y, cruzando la avenida que rodea la ciudad antigua, entramos en los jardines del Hofburg Schloss, el palacio de invierno. Nos dio la bienvenida el buen amigo Mozart, cuya gloria percibí algo opacada por una invisible resignación a salir en miles de fotos con extasiados japoneses. Al no encontrar ninguna indicación sobre el palacio, determinamos que no era necesario una sobredosis de barroco y optamos por visitar a fondo la residencia de verano.


Bombones mmMozart


Hofburg quedó atrás, y sin mucha orientación llegamos al museo Albertina, que posee una de las colecciones de arte más completas del mundo. Nos adentramos en el soberbio refugio de la cultura para alimentar nuestro espíritu con una grabación de Strauss, que convertía el humano acto de mear en un arte superior. Nuestra efímera visita a los baños del museo nos condujo a la oficina de turismo, donde un pelado nos convidó con un mapa, algunos consejos, pero nada de abrigo.


Tiritando de frío, comimos nuestros sándwiches de queso con manzanas, a falta de un almuerzo más adecuado para el clima. En vano, intentamos buscar la estatua del soldado soviético de la que me había hablado mi viejo años atrás. Con la ópera detrás nuestro, nos adentramos en las calles de la Viena histórica. Edificios antiguos, una infinidad de ellos, en su mayoría blancos, irradiaban una sensación de perfección imperial que abrumaba la vista. No se trataba de una construcción que destacaba del resto por su arquitectura, sino de una masa casi uniforme de suntuosas fachadas pálidas, espectros de otra época, evidencias de un riqueza exagerada.



Fue así como llegamos a la catedral de Stephansdom, una mole gótica cuyas torres afiladas se elevan para desgarrar el cielo siempre gris. El techo era de tejas verdes, interrumpidas por otras de matices amarillos, blancos y negros, que formaban coloridas figuras geométricas, otorgando un poco de alegría al siniestro porte del edificio.



El interior de la iglesia se encontraba invadido por un ejército de figuras de santos, pequeños altares y tumbas, que negaban a la vista la austeridad requerida para apreciar su arquitectura, poblada de altísimas columnas y arcos que, de no haber cargado con esas distracciones, nos habría empequeñecido el alma.


La puerta nos escupió a una tarde deprimente. Estacionados cerca de ahí, dos gordos cocheros charlaban tranquilamente junto a sus carros a la espera de alguna familia de turistas, o mejor aún, alguna pareja apasionada, que por obvias razones de intimidad, les ahorrarían unas cuantas anécdotas sobre la ciudad. Nos dirigimos por callejuelas más y menos agradables, hasta que dimos con la casa donde hace algo más de doscientos años vivió y murió el gran Wolfgang Amadeus.


Mozart's



Tomamos rumbo norte por la avenida periférica y nos desviamos a través del Parque Strauss. Si bien la estatua del músico no es lo que las fotografías prometen, bastó con ver sus enormes bigotes dorados para que valiese la pena la parada. Atravesamos el frondoso parque, pasando entre enormes canteros de flores, juegos para niños y una clase de alguna tipo de arte marcial oriental. Poco antes de salir del espacio verde sentí que alguien nos llamaba. Volteé para encontrar un trío de negros regalándonos una mirada cómplice. Uno de ellos se empecinaba en imitar torpemente el sonido del estornudo, mientras unía los dedos pulgar e índice frente a sus labios carnosos. Cuando finalmente se activaron mis neuronas y comprendí que querían vendernos achís, medio puente nos separaba ya del ilícito grupo, al que dediqué una sonrisa de preescolar.



Calle tras calle los edificios antiguos fueron reemplazados por construcciones más cuadradas y con menos gracia. Nos dirigimos hacia la perisferia norte de la ciudad mientras engullíamos un paquete de galletitas alemanas saturadas de chocolate. Nuestros pies se detuvieron frente a la Hundertwassahaus, extraño espécimen de edificio que se asemeja en muchos aspectos a la obra de Gaudí, quizás demasiado. Como no podía entrar, ni planeábamos comprar ningún souvenir, nos disponíamos a regresar al hostel cuando fuimos interceptados por un gordo malayo que deseaba desesperadamente tener una foto con el edificio. Una, dos, tres, cuatro, cinco fotos me casi obligó a sacarle el grotesco sujeto, y en cada una nos desvelaba una nueva pose, aunque siempre manteniendo los dedos de las manos en V.


Acá se formó Berta


Tras el encuentro cercano del séptimo tipo con el gordo malayo, caminamos unas cuadras para echar un vistazo al Danubio, apenas un modelo a escala de la muralla de agua que más adelante escinde Buda de Pest. El frío no perdonaba nuestras manos y rostros, y la noche se cerraba sobre un barrio alejado de nuestro albergue. Previendo que la cocina ya estaría cerrada a nuestra llegada, nos dirigimos directamente a la Pizzería Mafiosi, que de italiano tenía poco más que el nombre. El mozo turco dejó la pizza rebosante de aceite sobre la mesa, acompañando el gesto con una sonrisa indescifrable.




El lugar era caluroso, la cerveza muy buena y la pizza tenía suficiente grasa como para despertar una segunda pubertad en mi cutis. No tardamos mucho en volver al hostel y encontrarnos con que todos sus habitantes estaban ebrios o en buen camino de estarlo. Lo terrible sobrevino cuando recordé que yo no me encontraba bajo los efectos del alcohol, sino que frente a mí, realmente estaban las alemanas pesadas del hostel de Budapest. Una vez más pusimos en marcha nuestra maquinaria de evasión y a los pocos minutos estábamos en nuestra habitación saludando a nuestros nuevos compañeros japoneses. Sayonara.


Día II

Es común que, a la hora de partir, la gente deje en el hostel la comida que sabe que no usará, transformándose esta en comida gratuita para algún que otro afortunado. Un par de tostadas de misteriosa procedencia hicieron de desayuno para dos argentinos madrugadores. Al principio no reaccionamos, recién en la calle, cuando vimos cómo el asfalto nos devolvía un brillo inusual, comprendimos que el sol había vuelto a nuestra existencia. Caminamos hacia el sudoeste por las calles de lo que parecía ser un barrio de inmigrantes turcos. Terminada la Segunda Guerra, Austria y Alemania se atiborraron de ellos para saciar su sed de mano de obra barata. Ya hace tiempo de eso, y quienes en las décadas de los sesenta y setenta eran vistos como trabajadores útiles, hoy parecen desajustar con una sociedad que no los estima.



El ojo rojo del cíclope de metal obligó al auto a detenerse, cediéndonos el paso. Aprovechando el momento para ubicarnos, Nela se acercó a la ventanilla para preguntar al chofer si estábamos cerca del palacio de verano. Las palabras del austriaco resultaron para Nela una burla a sus años de estudio de la lengua germana, pero con un poco de esfuerzo pudo quitarle la papa de la boca al buen hombre y comprender que nos encontrábamos a tres cuadras. La luz del semáforo cambió a verde, llevándose al bigotón del coche. El palacio de Schönbrunn se nos mostró tan perfecto como la ciudad que lo alberga. El jardín delantero, verde y soleado, dejaba el espacio justo para poder apreciar la masa de arquitectura barroca, antiguo hogar de la familia real.



Nos encontrábamos en la fila para comprar la entrada cuando la casualidad nos jugó, esta vez sí, su última broma. Las dos alemanas se acercaron a despedirse, esa misma tarde volverían a su Dresden natal, lejos de nuestro itinerario. Pero el asombro no acabó ahí, una muralla de turistas se desmembró para dejar a la vista a un sonriente Jaime, nuestro brasilero pródigo! Luego del efusivo encuentro quedamos en buscarlo a las diez de la noche en su hostel y comenzamos de una vez el recorrido por el palacio.

Atravesamos el salón de recepciones del emperador Francisco José, su austera habitación, la de su mujer, varios salones para banquetes, bailes, comidas familiares, reuniones reservadas, y numerosas salas con decorado oriental. Se podía percibir que esa gente no tenía demasiadas necesidades desatendidas, pero aún así no puedo imaginar una vida feliz dentro de esos muros llenos de silencio y cortesana resignación. Mientras tanto Nela perdió su celular y, en el momento justo en que salíamos vi con el rabillo del ojo como una mujer de seguridad lo tomaba de un canasto. Milagroso.


Almuerzo imperial


El jardín delantero se vio reducido a una plazoleta de Chacarita cuando salimos a su par posterior. En los ventanales del palacio se reflejan enormes canteros llenos de flores, atravesados por tres caminos que, al llegar a una fuente, se funden a lo lejos en un camino zigzagueante que sube una colina verde, donde se yergue una glorieta de proporciones palaciegas. A diestra y siniestra un mar de árboles escolta esta visión celestial. Sentados bajo la mirada de algún dios griego, nos dispusimos a comer unos fascinantes sándwiches de queso.



Lo que vino luego fue una regresión a la infancia. Cuando mis ojos se posaron en los ingeniosos juegos que los austriacos habían diseñado para sus niños, no pude contener al mocoso que se esconde en mis entrañas, lo dejé ser. De los juegos pasamos al laberinto, una red de pasadizos dibujados por altos arbustos, que terminaba en una casa del árbol, desde la cual los afortunados ganadores podían burlarse de quienes hasta hace poco compartían su misma suerte. No muy lejos de ahí, en otro laberinto, me valí de dos intercomunicadores separados por varios metros para jugarle unas bromas a los curiosos transeúntes, haciéndoles creer que una grabación les prohibía tocar cualquier cosa.


Desde lo alto de la glorieta presenciamos el palacio y sus alrededores boscosos, así como el centro de la ciudad. Tomando un camino arbolado hacia el Jardín del Príncipe, nos topamos con el genial espectáculo de una vieja y sus entrañables protegidas, un grupo de ardillas.



Los flexibles mamíferos se desplazaban formando pequeños arcos con sus cuerpos, rodeándonos a una distancia prudente, para terminar su recorrido en las manos de su mecenas. Nuestra visita al palacio terminó con una demostración en las antiguas cocinas imperiales, sobre cómo preparar un apfelstruddel. Un jocoso austriaco nos entretuvo por un rato, haciendo participar a una embriagada japonesa, mientras degustábamos nuestra mínima porción de torta.




Camino al hostel nos detuvimos en un ciber turco para analizar nuestro próximo destino. Concluimos en que Salzburg quedaba demasiado a trasmano, y que pasaríamos directamente a Praga. En el hostel nos dimos una ducha bien caliente, tras la cual preparamos unas salchichas vienesas con puré. Mientras engullíamos los embutidos blancos conocimos a Analía y a Chritian, una pareja de argentinos que al día siguiente también salían para la capital checa.


Rindiendo honor a mis malos hábitos, llamamos a la puerta del hostel de Jaime una hora después de lo acordado. Ya nos dábamos por vencidos cuando la extraña puerta corrediza cedió, dejando al descubierto una chica. Jaime no estaba, pero la mexicana que nos abrió no vio ningún problema en que lo esperásemos en ese extraño antro de luz azul. A las doce de la noche, agotados por un largo día, volvimos a nuestro hostel, no sin antes dejar una nota en la que nos disculpábamos y le informábamos de nuestra ubicación para el día siguiente. Llenos de tristeza y papas fritas, nos fuimos a dormir.



Día IV


Una lánguida mañana nos vio tomar el subte a la Escuela Española de Equitación. Llegamos al majestuoso edificio para encontrarnos con nuestro pequeño Jaime, si bien salía del lugar, nos buscaría allí mismo en una hora. Ya dentro del recinto fuimos testigos de un espectáculo tan extraño como deslumbrante. Un grupo de los caballos mejor entrenados del mundo realizaba su ensayo diario en una angosta pista, albergada en un suntuoso salón blanco, coronado con candelabros de cristal. Una recopilación de los más famosos valses vieneses completaba el insólito cuadro, mientras nosotros contemplábamos el evento desde el palco imperial.



A la salida se nos unió Jaime, y juntos caminamos por la avenida circular, pasando la ópera, y nos desviamos un poco para llegar al Palacio de Secesión, que no es realmente un palacio, sino pequeño edificio con cúpula dorada donde se exhiben los trabajos de la vieja vanguardia del arte vienés. Atraídos únicamente por el resplandeciente tejado, entendimos que no teníamos mucho que hacer allí, y seguimos nuestro camino, no sin antes despedirnos de Jaime, quien partía en unas horas para volver a Irlanda.


Despidiendo a nuestro ídolo


El vicio de Da Vinci


Con una promesa de visita por Madrid en nuestros bolsillos, nos alejamos aún más del centro de ciudad y advertimos, finalmente, que en frente nuestro se erguía el monumento al soldado soviético, de la que mi papá se había admirado años atrás de que no la hubiesen tirado tanto tiempo después de la liberación. No le faltó razón para extrañarse. No hablo de un homenaje camuflado entre el panorama gris de la ciudad, sino de una plaza con una fuente, de la que emerge una columna de doce metros, desde cuya cima vigila la ciudad un soldado dorado.



Dejando atrás al inerte soldado nos dirigimos al Palacio de Belvedere, antiguo hogar de una de las princesas. Salvando las escalas, la residencia no tenía mucho que envidarle a Schönbrunn, y hasta corría con la ventaja de albergar, entre otras cosas, una colección de la obra del pintor vienés Gustav Klimt, que me gusta mucho. Almorzamos nuestros perpetuos sándwiches de queso protegidos del viento por unos arbustos altos y, tras el excéntrico manjar, entramos al museo.





Nos llamó la atención una colección de esculturas que se centraban en las expresiones faciales, algo muy insólito para la época, y no pude dejar de imaginar a mi amigo Puche imitando esos rostros desfigurados. Cuando por fin llegamos a Klimt, nos desilusionó la presencia de solo unos cuantos cuadros, pero valió la pena iluminar nuestros ojos con la luz dorada que se desprende de “el beso”, su obra más famosa.


La facilidad de la vuelta en subte como ilegales comprobó que la raza germánica no está diseñada para las fallas en el sistema. Con las mochilas al hombro, nos subimos a un tranvía rojo como de juguete, esta vez con billetes. Como no teníamos tiempo de sobra no pudimos disfrutar de la bizarra muchedumbre que inundó la rotonda, impidiendo el paso de nuestro transporte. Cientos de ciclistas, vestidos de todos los colores, aullaban mientras rodeaban una y otra vez la plazoleta. La masa se asemejaba a un cardumen de extraños peces que se dejaba llevar por el movimiento del propio grupo, y del cual llegamos destacar una bicicleta antigua, que finalmente guió a la triunfal marcha hacia mejores sitios.



Con el pánico a la puntualidad austriaca en nuestros corazones, corrimos hasta estar dentro del tren y, ya más relajados, nos procuramos una cabina vacía. Al poco tiempo nos sorprendió un simpático gordito que hablando un gracioso inglés con acentos tan erróneos como originales nos pidió los pasajes. Al ver mi billete su rostro vivió una metamorfosis de una milésima de segundo, para recobrar su casi sicótica sonrisa y pedirme los nueve euros de recorrido que mi pase no cubría en la República Checa.


Gordito fuera, nos preparamos para dormir hasta Praga en nuestros confortables asientos triples, esperando que, con las cortinas cerradas, nadie nos importunase. Pero no tuve mejor idea que preguntarle algo al inspector, dejando paso libre a tres invasores que arruinaron nuestro plan de somnolencia. Uno de ellos se presentó como Lubos, y no tuvo mejor idea que darme charla hasta Praga. Mientras Nela intentaba dormir, mi nuevo amigo me contaba de la ciudad, y de República Checa en general, pero al final terminamos hablando de todo. Cenando unos sándwiches, tomamos apuntes de las recomendaciones gastronómicas de Lubos, las cuales añadimos a la lista que había preparado Ana, la compañera checa de Nela en el bar de Alicante.


Lubos me ilustró sobre un par de aspectos de su querida patria. Primero y fundamental, qué cerveza, o "pivo", debía probar. En su opinión, o sea la de toda la República Checa, la mejor cerveza era la Pilsner Urquell, seguida por la Satrobrno, la Radegast, la Krusovice y la Gambrinus. Y para brindar, que no falte un ¡"Na zoraví"!. Luego llegó mi turno de aportar costumbres y características culturales acerca de mi lugar de origen. Empecé por dibujar América y explicarle qué tipo de país era Argentina y dónde quedaba. Levanté los ojos para ver la cara perpleja de mi compañero de viaje. Ya me había acostumbrado a la falta de cultura general de mis interlocutores europeos. La República Checa abarca 79.000 km2, ¡solo un poco más que la superficie de la provincia de San Luis! Dado que la cosa no prosperaba demasiado, Lubos siguió su prédica sobre las tradiciones checas. Una de estas "majka" consiste en que un día del año, cada pueblo cuelga algo valioso o bonito de lo alto de un palo, en el lugar más visible. El asunto consiste en robar ese objeto del pueblo vecino, y a su vez evitar que suceda lo mismo con el propio. Al parecer todo el pueblo coopera y, por lo que me hizo entender Lubos, la situación puede tornarse bastante violenta.


El reloj del andén daba las once. Nos invadía una peligrosa mezcla de cansancio y desorientación, pero por suerte contábamos con nuestro selecto guía Lubos, quien nos llevó velozmente a través de la estación, que a esas horas no parecía un paseo domingal. Nos despedimos de Lubos y su novia, que había venido a su encuentro, y nos adentramos en la noche praguense. Evadimos un par de vagabundos en la plaza frente a la estación y caminamos por las calles bañadas por la luz ámbar de los faroles. Así llegamos a una amplia avenida cargada de luces y gente, y al fondo de esta se podía ver un edificio impresionante, que parecía ser el congreso. Con todos los kilos de ropa encima entendimos que no era el momento para contemplar la noche de Praga, y decidimos apurar el paso hasta llegar al Chili Hostel.


Un tanto dudoso por fuera, la cosa se ponía peor a medida que subíamos las escaleras de lo que parecía ser una antigua pensión. Con mucho cuidado giramos la llave, y entramos en nuestra habitación a oscuras. Nos tomó unos momentos distinguir las formas de las camas, y recién entonces tanteamos una a una hasta encontrar un lecho libre. Dos siluetas se recortaban frente a la ventana, charlaban en algo que sonaba a ruso en un tono no muy apropiado para el momento. Las expectativas de un nuevo día en Praga ayudaron a que nos resignáramos a la situación, y a decidirnos a pegar un ojo a pesar del persistente olor a pata que impregnaba todo en el cuarto.


Pizza conmigo! El primo segundo austríaco del gordo Casero!