jueves, 9 de octubre de 2008

Entre Buda y Pest


Húngaro básico

Hola / Jó Napot
Muchas gracias / Közönom szépen
De nada / Szívisen
Por favor / Kérem
Adiós / Viszontlatásra
Hasta luego /Szia
No entiendo / Nem ertem
Sí / Igen
No / Nem


Nunca pasamos de Jó Napot.


Día I

Una vez que pisamos el andén, la estación de Keleti Pu nos irradió una leve sensación de inseguridad. No era que a la construcción le faltase algo de las monumentales estaciones europeas, sino que más bien era el ambiente que se respiraba. Rápidamente preguntamos cómo llegar a nuestro hostel y, tras cambiar unos cuantos euros por fioritos húngaros, salimos a la calle. Caminamos a paso veloz hasta la parada de tranvía, y una vez adentro, con menos paranoia, nos dedicamos a captar las primeras impresiones de la antigua urbe magyar. La isla Margarita se encuentra en medio del río Danubio, cuyas aguas separan las que una vez fueron dos ciudades, Buda y Pest. Después de cinco paradas, y una superpoblación de Mc Donald’s y Burguer Kings, nos bajamos en la entrada a la isla.


Enseguida nos internamos en un enorme parque repleto de budapestosos disfrutando del preciado sol otoñal. Caminamos a través de las arboledas, con el río todavía a la vista. Pasamos por una fuente inmensa, que despedía chorros de agua que bailaban al ritmo de una pieza de música clásica, que un parlante camuflado dejaba escapar. Así llegamos a las puertas de nuestro futuro hogar, por los próximos 3 días. El hostel constaba de un edificio medio abandonado que tenia en la planta alta 3 habitaciones. La más pequeña de estas, cumplía la función de cocina, comedor, recepción y habitación de la recepcionista. Los otros dos eran cuartos más espaciosos con seis cuchetas cada uno.



Tras procurarnos una cucheta, pasamos a consultarle todo lo necesario a Fimi, nuestra recepcionista nacida en Hong Kong, de padre Hawaiano, y poseedora de un impecable acento británico. Su primer concejo consistió en que fuéramos al supermercado, que pronto cerraría. Sin pensarlo dos veces, a los diez minutos nos encontrábamos intentando descifrar los ingredientes de una lata de conservas húngara. Milagrosamente, pasaba por el pasillo una señora que me escuchó hablar español, y nos sirvió de traductora por el resto de las góndolas. Así fue como nos hicimos de una estupenda salsa de cazadores tradicional. Volvimos al hostel para tomar una sopa de arroz y de por medio, conocer a Javier, un mendocino de viaje por Europa.

Un partido del equipo de fútbol americano local, los Cowboys de Budapest


Nuestro primer destino fue Buda var, o el castillo de Buda. A decir verdad, poco tiene de castillo, ya que en el siglo XVIII se levantó un tremendo palacio en el lugar donde se encontraba. Bordeamos el Danubio hasta llegar a la base de la colina donde se asienta el palacio. Allí subimos las prolongadas escaleras de piedra para encontrarnos con una fila de gente. Como no se veía qué ocurría adelante, y nadie preguntaba ni se movía de su lugar, esperamos; hasta que Nela se hartó y descubrió que se trataba de la entrada al Festival del Vino. Definitivamente, no queríamos tomar vino, ni mucho menos pagar por ello, así que vimos lo que pudimos del viejo castillo y descendimos la colina para dirigirnos a la Citadella.




Así como Florencia posee la Piazza Michellangelo, toda ciudad debería contar con un promontorio desde el cual se la pueda admirar. O al menos toda ciudad digna de admiración, como Budapest. La Citadella es una plaza en la cima de una colina, que funciona a su vez como un boscoso parque, eso sí, en pendiente. El cansador zigzagueo del camino, si bien nos agotó, no nos desanimó en lo más mínimo, ya que el esfuerzo cobró sentido con la visión de la ciudad bañada en los últimos minutos del atardecer.





Tras ese excepcional momento, comenzó a soplar un vientito desubicado, que nos sugirió una ágil huida cuesta abajo. Ya estaba bien oscuro cuando, parados en el puente sobre el Danubio, vimos la ciudad iluminada. A la izquierda se erguía el Parlamento y en la orilla opuesta, el Palacio. Rebasaba la posibilidad de lo casual el hecho de que los dos edificios tuviesen una iluminación diferente, blanca uno, anaranjada el otro. Los haces de luz de uno y otro color se disputaban el cielo, como si los poderes que simbolizan se batieran a duelo con los astros y nosotros de testigos.



Finalmente llegamos al hostel y, mientras yo preparaba arroz con atún, Nela conoció a Jaime, un brasilero tan simpático como menudito, y a un alemán cuarentón algo trastornado. Mientras cenamos, charlamos con unas chicas alemanas que nos prestaron el cargador de pilas para la cámara, ya que el nuestro se había vuelto inservible en Roma. Con las expectativas infladas para un nuevo día conociendo Pest, nos fuimos a dormir.

Día II

Empezamos nuestro primer día nublado del viaje tomando el desayuno con Jaime. Este pequeño ser simpático, oriundo de Porto Alegre, viajó a Irlanda a estudiar inglés por seis meses. Y, actualmente, se dedica a pasear por las ciudades europeas, llevando la camiseta de su querido Gremio.


Nos pusimos los pilotines y salimos. Cruzamos el puente y unas pocas calles grises hasta llegar al Parlamento Húngaro, un edificio impresionante que no deja de recordar a su par de Londres. Frente a este, en una parte de la plaza, una bandera oscilaba con el viento, señalando la tumba del soldado desconocido. El paño de tres franjas presentaba un círculo de aire en el centro. En el levantamiento de 1956, el pueblo húngaro quitó los emblemas soviéticos de las banderas y tomó la tela mutilada como símbolo de su lucha. El final de la opresión comunista llegaría recién con la caída del muro, 33 años después.




Tras una búsqueda exhaustiva dimos con la estatua de Imre Naggy, héroe de la Revolución del 56, figura de mis clases de historia, e ídolo absoluto de mi amigo Bernardo. Una calle diagonal derivó en una nueva plaza, ubicada en el centro de un barrio de edificios antiguos de una hermosa arquitectura. Un curioso monumento dominaba el parque. Se trataba de un obelisco de piedra, bastante grande, que terminaba en tres figuras doradas: la estrella, la hoz y el martillo. Levantado en memoria de los héroes libertadores de Budapest de 1945, el monolito se yergue donde otrora se encontraba la bandera más grande del país, símbolo nacional por excelencia. Frente al monumento, una cruz de San Esteban, patrono de Hungría, protesta en silencio.

Con Imre, un macanudo




El impacto que nos produjo el entrar a la Catedral se debió tanto a su masa monumental y su interior dorado, como al estruendo del órgano, que retumbaba en todos los rincones de la iglesia, y de nuestros cuerpos. Dejamos San Esteban y caminamos por la avenida Andrássy, muy lujosa, donde encontramos la Ópera, y a las alemanas del hostel, que para decir verdad nos resultaban un tanto pesadas.


Un muñeco enorme, y al lado, el cascanueces

Tras perderlas de vista magistralmente, pasamos por la calle de los teatros, donde había unas estatuas sumamente extrañas, hasta que divisamos la salvación de nuestras vejigas. Si el baño es exclusivo para clientes del local, como dice Nela, todos fuimos o seremos clientes de Mc Donald`s. Ahí mismo comimos nuestro sándwich de pan húngaro con queso y salchichón. La pesadilla capitalista: de postre, un cono de helado.



Las estatuas de Budapest son insuperables


Las siguientes dos horas estuvimos dentro de la Casa del Terror, el edificio que había servido de centro de detención y de muerte al partido pro-nazi, y después de la guerra, sin variar demasiado su finalidad, a las autoridades soviéticas. El museo era totalmente interactivo, de tal manera que, si bien podía llegar a ser un poco efectista, lograba captar la atención de la gente. En el centro del edificio hay un tanque ruso, el aceite chorrea por debajo, bañando la plataforma una y otra vez, como una fuente de muerte.


La avenida por la que caminamos hacía pensar en los aristócratas y diplomáticos que debían haber vivido allí a principios de siglo. Los dos bulevares arbolados, rodeados de mansiones imperiales, nos condujeron a la Plaza de los Héroes. Lejos de encontrarnos con otro vestigio soviético, los reyes y héroes mitológicos de Hungría nos observaban con sus ojos de piedra un poco verdosa. A ambos lados de la plaza, el Museo de Bellas Artes y una gran Galería flanqueaban el increíble monumento.




Nos adentramos en un gran parque, con un indefinible castillo bordeado por un estanque. Sentados en unas reposeras de madera merendamos unas galletitas de limón y respiramos el verde.



La noche cayó sobre nosotros en el barrio judío. La luz de los reflectores pintaba de naranja los muros de la Sinagoga de Budapest, la más grande de Europa. Es curioso que, salvo por la ausencia de los minaretes y la media luna, el edificio parecía más una mezquita que un templo dedicado a Yahvé.


Paseamos por Váci utca, la calle Florida local, con saxofonista incluido, y, dejando atrás el Parlamento iluminado, llegamos al hostel. La cena fue el momento designado para probar la famosa salsa cazador, que, para mi pesar, resultó ser un fiasco, y un asco. Como comenzaba a lloviznar y estábamos realmente cansados, nos fuimos a dormir temprano, luego de una charla sobre baños turcos y ascendencia judía, con Jaime y Javier, el mendocino.

Haciendole upa a Jaime

Día III

Desayunábamos apaciblemente cuando entró el sujeto alemán y con cara de loco, o sea, la suya, nos preguntó si teníamos acciones en la bolsa. Tras brindarle nuestra obvia respuesta, nos dijo que él sí, y que ahora era pobre. No entendimos demasiado y seguimos engullendo, más tristes por las gotas que golpeaban las ventanas que por el mercado mundial.

Primero nos dirigimos al supermercado a comprar un paraguas. No se cómo nos arreglamos para preguntarle al cajero si los vendían, pero no sirvió de mucho, ya que su negativa nos desconsoló totalmente. Cruzábamos la puerta imaginando un día bastante húmedo cuando, atrás nuestro, escuchamos al encargado que nos llamaba con un paraguas en su mano. Dios bendiga a ese húngaro.

Protegiéndonos del aguacero con nuestro preciado regalo, nos fuimos caminando por la ribera hasta llegar a la base de la Citadella. Salvando las pésimas indicaciones de una vieja simplona, rodeamos la colina y llegamos a nuestro esperado destino. Por dentro, los baños de Ghellen evidencian un origen más exclusivo. En la sala principal hay dos piscinas, una pequeña y tibia, y la otra más grande y de agua fría. Por un buen rato vegetamos en la más discreta, creyendo que eso era todo, hasta que me acerqué a una puerta a echar un vistazo. Mi curiosidad me llevó a descubrir que existían unos salones exclusivos, tanto para mujeres como para hombres, y que estos albergaban dos piletas más calientes todavía y un sauna. Poco más de dos horas nos tomó reunir fuerzas para salir de las aguas termales.


Habiendo comido unos pobres sándwiches, volvimos bajo la lluvia para cruzar el Danubio. Por más que lo intentásemos, no lográbamos encontrar el mercado Vásárcsarnok, recomendado por Zsuzsi, una amiga argentina-brasilera de Nela de origen húngaro que había vivido un año en Budapest. Finalmente dimos con el lugar, que ya estaba cerrado. Vagando por la calle comercial, preguntamos por el Lángos, una especie de torta frita con queso típica también recomendada por Zsuzsi. Al poco tiempo, dimos con un sujeto un poco extraño que, al escuchar nuestra petición, nos condujo hacia el interior de su restaurante, en el sótano de un edificio. El lugar parecía un nido de mafiosos, el sujeto en cuestión un sicario, pero el Lángos resultó ser un deleite, y además razonablemente barato.


Ya estaba oscuro cuando cruzamos el puente para ir al Buda Var, pero esta vez, sin Festival del Vino. La explanada del Palacio estaba casi desierta. Sólo los embaladores nos acompañaban en la admiración de esas opulentas mansiones, sin hacerlo realmente ya que estaban trabajando. Después de seis horas bajo el agua nos quedaban pocas ganas de caminar pero, aún así, recorrimos las callejuelas de la ciudad antigua, eso sí, vacías de turistas. Por fin alcanzamos la entrada a la explanada, con sus escaleras blancas, y su galería de columnas, bajo la cual nos refugiamos por un rato, viendo la lluvia desdibujar las figuras de la ciudad, llena de luz.


Está de más decir que la vuelta al hostel fue interminable. Nuestra idea era salir a comer afuera, pero cuando finalmente cerramos la puerta detrás de nosotros, decidimos que lo mejor para todos era arreglarnos con una buena y saludable sopita de arroz. En la cocina unos ingleses revendían cerveza a sus propios amigos, un conglomerado de diez idiotas que habían venido únicamente a eborracharse. Terminamos la cena charlando con unas australianas sobre los fascinantes y locos animales de su isla y aprovechamos el momento para arreglar nuestra partida del día siguiente hacia Viena con Jaimecito, ya íntimo nuestro.