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jueves, 9 de octubre de 2008

Entre Buda y Pest


Húngaro básico

Hola / Jó Napot
Muchas gracias / Közönom szépen
De nada / Szívisen
Por favor / Kérem
Adiós / Viszontlatásra
Hasta luego /Szia
No entiendo / Nem ertem
Sí / Igen
No / Nem


Nunca pasamos de Jó Napot.


Día I

Una vez que pisamos el andén, la estación de Keleti Pu nos irradió una leve sensación de inseguridad. No era que a la construcción le faltase algo de las monumentales estaciones europeas, sino que más bien era el ambiente que se respiraba. Rápidamente preguntamos cómo llegar a nuestro hostel y, tras cambiar unos cuantos euros por fioritos húngaros, salimos a la calle. Caminamos a paso veloz hasta la parada de tranvía, y una vez adentro, con menos paranoia, nos dedicamos a captar las primeras impresiones de la antigua urbe magyar. La isla Margarita se encuentra en medio del río Danubio, cuyas aguas separan las que una vez fueron dos ciudades, Buda y Pest. Después de cinco paradas, y una superpoblación de Mc Donald’s y Burguer Kings, nos bajamos en la entrada a la isla.


Enseguida nos internamos en un enorme parque repleto de budapestosos disfrutando del preciado sol otoñal. Caminamos a través de las arboledas, con el río todavía a la vista. Pasamos por una fuente inmensa, que despedía chorros de agua que bailaban al ritmo de una pieza de música clásica, que un parlante camuflado dejaba escapar. Así llegamos a las puertas de nuestro futuro hogar, por los próximos 3 días. El hostel constaba de un edificio medio abandonado que tenia en la planta alta 3 habitaciones. La más pequeña de estas, cumplía la función de cocina, comedor, recepción y habitación de la recepcionista. Los otros dos eran cuartos más espaciosos con seis cuchetas cada uno.



Tras procurarnos una cucheta, pasamos a consultarle todo lo necesario a Fimi, nuestra recepcionista nacida en Hong Kong, de padre Hawaiano, y poseedora de un impecable acento británico. Su primer concejo consistió en que fuéramos al supermercado, que pronto cerraría. Sin pensarlo dos veces, a los diez minutos nos encontrábamos intentando descifrar los ingredientes de una lata de conservas húngara. Milagrosamente, pasaba por el pasillo una señora que me escuchó hablar español, y nos sirvió de traductora por el resto de las góndolas. Así fue como nos hicimos de una estupenda salsa de cazadores tradicional. Volvimos al hostel para tomar una sopa de arroz y de por medio, conocer a Javier, un mendocino de viaje por Europa.

Un partido del equipo de fútbol americano local, los Cowboys de Budapest


Nuestro primer destino fue Buda var, o el castillo de Buda. A decir verdad, poco tiene de castillo, ya que en el siglo XVIII se levantó un tremendo palacio en el lugar donde se encontraba. Bordeamos el Danubio hasta llegar a la base de la colina donde se asienta el palacio. Allí subimos las prolongadas escaleras de piedra para encontrarnos con una fila de gente. Como no se veía qué ocurría adelante, y nadie preguntaba ni se movía de su lugar, esperamos; hasta que Nela se hartó y descubrió que se trataba de la entrada al Festival del Vino. Definitivamente, no queríamos tomar vino, ni mucho menos pagar por ello, así que vimos lo que pudimos del viejo castillo y descendimos la colina para dirigirnos a la Citadella.




Así como Florencia posee la Piazza Michellangelo, toda ciudad debería contar con un promontorio desde el cual se la pueda admirar. O al menos toda ciudad digna de admiración, como Budapest. La Citadella es una plaza en la cima de una colina, que funciona a su vez como un boscoso parque, eso sí, en pendiente. El cansador zigzagueo del camino, si bien nos agotó, no nos desanimó en lo más mínimo, ya que el esfuerzo cobró sentido con la visión de la ciudad bañada en los últimos minutos del atardecer.





Tras ese excepcional momento, comenzó a soplar un vientito desubicado, que nos sugirió una ágil huida cuesta abajo. Ya estaba bien oscuro cuando, parados en el puente sobre el Danubio, vimos la ciudad iluminada. A la izquierda se erguía el Parlamento y en la orilla opuesta, el Palacio. Rebasaba la posibilidad de lo casual el hecho de que los dos edificios tuviesen una iluminación diferente, blanca uno, anaranjada el otro. Los haces de luz de uno y otro color se disputaban el cielo, como si los poderes que simbolizan se batieran a duelo con los astros y nosotros de testigos.



Finalmente llegamos al hostel y, mientras yo preparaba arroz con atún, Nela conoció a Jaime, un brasilero tan simpático como menudito, y a un alemán cuarentón algo trastornado. Mientras cenamos, charlamos con unas chicas alemanas que nos prestaron el cargador de pilas para la cámara, ya que el nuestro se había vuelto inservible en Roma. Con las expectativas infladas para un nuevo día conociendo Pest, nos fuimos a dormir.

Día II

Empezamos nuestro primer día nublado del viaje tomando el desayuno con Jaime. Este pequeño ser simpático, oriundo de Porto Alegre, viajó a Irlanda a estudiar inglés por seis meses. Y, actualmente, se dedica a pasear por las ciudades europeas, llevando la camiseta de su querido Gremio.


Nos pusimos los pilotines y salimos. Cruzamos el puente y unas pocas calles grises hasta llegar al Parlamento Húngaro, un edificio impresionante que no deja de recordar a su par de Londres. Frente a este, en una parte de la plaza, una bandera oscilaba con el viento, señalando la tumba del soldado desconocido. El paño de tres franjas presentaba un círculo de aire en el centro. En el levantamiento de 1956, el pueblo húngaro quitó los emblemas soviéticos de las banderas y tomó la tela mutilada como símbolo de su lucha. El final de la opresión comunista llegaría recién con la caída del muro, 33 años después.




Tras una búsqueda exhaustiva dimos con la estatua de Imre Naggy, héroe de la Revolución del 56, figura de mis clases de historia, e ídolo absoluto de mi amigo Bernardo. Una calle diagonal derivó en una nueva plaza, ubicada en el centro de un barrio de edificios antiguos de una hermosa arquitectura. Un curioso monumento dominaba el parque. Se trataba de un obelisco de piedra, bastante grande, que terminaba en tres figuras doradas: la estrella, la hoz y el martillo. Levantado en memoria de los héroes libertadores de Budapest de 1945, el monolito se yergue donde otrora se encontraba la bandera más grande del país, símbolo nacional por excelencia. Frente al monumento, una cruz de San Esteban, patrono de Hungría, protesta en silencio.

Con Imre, un macanudo




El impacto que nos produjo el entrar a la Catedral se debió tanto a su masa monumental y su interior dorado, como al estruendo del órgano, que retumbaba en todos los rincones de la iglesia, y de nuestros cuerpos. Dejamos San Esteban y caminamos por la avenida Andrássy, muy lujosa, donde encontramos la Ópera, y a las alemanas del hostel, que para decir verdad nos resultaban un tanto pesadas.


Un muñeco enorme, y al lado, el cascanueces

Tras perderlas de vista magistralmente, pasamos por la calle de los teatros, donde había unas estatuas sumamente extrañas, hasta que divisamos la salvación de nuestras vejigas. Si el baño es exclusivo para clientes del local, como dice Nela, todos fuimos o seremos clientes de Mc Donald`s. Ahí mismo comimos nuestro sándwich de pan húngaro con queso y salchichón. La pesadilla capitalista: de postre, un cono de helado.



Las estatuas de Budapest son insuperables


Las siguientes dos horas estuvimos dentro de la Casa del Terror, el edificio que había servido de centro de detención y de muerte al partido pro-nazi, y después de la guerra, sin variar demasiado su finalidad, a las autoridades soviéticas. El museo era totalmente interactivo, de tal manera que, si bien podía llegar a ser un poco efectista, lograba captar la atención de la gente. En el centro del edificio hay un tanque ruso, el aceite chorrea por debajo, bañando la plataforma una y otra vez, como una fuente de muerte.


La avenida por la que caminamos hacía pensar en los aristócratas y diplomáticos que debían haber vivido allí a principios de siglo. Los dos bulevares arbolados, rodeados de mansiones imperiales, nos condujeron a la Plaza de los Héroes. Lejos de encontrarnos con otro vestigio soviético, los reyes y héroes mitológicos de Hungría nos observaban con sus ojos de piedra un poco verdosa. A ambos lados de la plaza, el Museo de Bellas Artes y una gran Galería flanqueaban el increíble monumento.




Nos adentramos en un gran parque, con un indefinible castillo bordeado por un estanque. Sentados en unas reposeras de madera merendamos unas galletitas de limón y respiramos el verde.



La noche cayó sobre nosotros en el barrio judío. La luz de los reflectores pintaba de naranja los muros de la Sinagoga de Budapest, la más grande de Europa. Es curioso que, salvo por la ausencia de los minaretes y la media luna, el edificio parecía más una mezquita que un templo dedicado a Yahvé.


Paseamos por Váci utca, la calle Florida local, con saxofonista incluido, y, dejando atrás el Parlamento iluminado, llegamos al hostel. La cena fue el momento designado para probar la famosa salsa cazador, que, para mi pesar, resultó ser un fiasco, y un asco. Como comenzaba a lloviznar y estábamos realmente cansados, nos fuimos a dormir temprano, luego de una charla sobre baños turcos y ascendencia judía, con Jaime y Javier, el mendocino.

Haciendole upa a Jaime

Día III

Desayunábamos apaciblemente cuando entró el sujeto alemán y con cara de loco, o sea, la suya, nos preguntó si teníamos acciones en la bolsa. Tras brindarle nuestra obvia respuesta, nos dijo que él sí, y que ahora era pobre. No entendimos demasiado y seguimos engullendo, más tristes por las gotas que golpeaban las ventanas que por el mercado mundial.

Primero nos dirigimos al supermercado a comprar un paraguas. No se cómo nos arreglamos para preguntarle al cajero si los vendían, pero no sirvió de mucho, ya que su negativa nos desconsoló totalmente. Cruzábamos la puerta imaginando un día bastante húmedo cuando, atrás nuestro, escuchamos al encargado que nos llamaba con un paraguas en su mano. Dios bendiga a ese húngaro.

Protegiéndonos del aguacero con nuestro preciado regalo, nos fuimos caminando por la ribera hasta llegar a la base de la Citadella. Salvando las pésimas indicaciones de una vieja simplona, rodeamos la colina y llegamos a nuestro esperado destino. Por dentro, los baños de Ghellen evidencian un origen más exclusivo. En la sala principal hay dos piscinas, una pequeña y tibia, y la otra más grande y de agua fría. Por un buen rato vegetamos en la más discreta, creyendo que eso era todo, hasta que me acerqué a una puerta a echar un vistazo. Mi curiosidad me llevó a descubrir que existían unos salones exclusivos, tanto para mujeres como para hombres, y que estos albergaban dos piletas más calientes todavía y un sauna. Poco más de dos horas nos tomó reunir fuerzas para salir de las aguas termales.


Habiendo comido unos pobres sándwiches, volvimos bajo la lluvia para cruzar el Danubio. Por más que lo intentásemos, no lográbamos encontrar el mercado Vásárcsarnok, recomendado por Zsuzsi, una amiga argentina-brasilera de Nela de origen húngaro que había vivido un año en Budapest. Finalmente dimos con el lugar, que ya estaba cerrado. Vagando por la calle comercial, preguntamos por el Lángos, una especie de torta frita con queso típica también recomendada por Zsuzsi. Al poco tiempo, dimos con un sujeto un poco extraño que, al escuchar nuestra petición, nos condujo hacia el interior de su restaurante, en el sótano de un edificio. El lugar parecía un nido de mafiosos, el sujeto en cuestión un sicario, pero el Lángos resultó ser un deleite, y además razonablemente barato.


Ya estaba oscuro cuando cruzamos el puente para ir al Buda Var, pero esta vez, sin Festival del Vino. La explanada del Palacio estaba casi desierta. Sólo los embaladores nos acompañaban en la admiración de esas opulentas mansiones, sin hacerlo realmente ya que estaban trabajando. Después de seis horas bajo el agua nos quedaban pocas ganas de caminar pero, aún así, recorrimos las callejuelas de la ciudad antigua, eso sí, vacías de turistas. Por fin alcanzamos la entrada a la explanada, con sus escaleras blancas, y su galería de columnas, bajo la cual nos refugiamos por un rato, viendo la lluvia desdibujar las figuras de la ciudad, llena de luz.


Está de más decir que la vuelta al hostel fue interminable. Nuestra idea era salir a comer afuera, pero cuando finalmente cerramos la puerta detrás de nosotros, decidimos que lo mejor para todos era arreglarnos con una buena y saludable sopita de arroz. En la cocina unos ingleses revendían cerveza a sus propios amigos, un conglomerado de diez idiotas que habían venido únicamente a eborracharse. Terminamos la cena charlando con unas australianas sobre los fascinantes y locos animales de su isla y aprovechamos el momento para arreglar nuestra partida del día siguiente hacia Viena con Jaimecito, ya íntimo nuestro.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Dober Dan Slovenija!

Día I


A pesar de todo pudimos sacarle 5 horas de sueño a la estación y, después de un tan bien merecido como feo café con leche tomamos el tren a Bled. Nuestro primer contacto humano en Eslovenia fue con un viejito croata que viajaba en nuestra cabina. Como había vivido un tiempo en España (20 años atrás) sabía un poco de castellano. Pero además, hablaba italiano, alemán y croata por supuesto. Esloveno, bosnio, serbio, croata; en los Balcanes si uno conoce un idioma, salvo algunas diferencias, conoce todos. O al menos eso entendimos.


Eslovenia fue una gran sorpresa para nosotros. Tras dejar al viejito en la ciudad de Kranj, nos adentramos en un paisaje de montañas tapizadas de verde. Los bosques superaban el campo visual, únicamente interrumpidos por casas típicas o algún pueblito como máximo. Con esta primera impresión en nuestros ojos nos bajamos en Lesce, para tomar un bus a Bled. No tardamos más de 20 minutos en entrar al pueblo. Luego de preguntarle a tres personas cómo llegar al hostel confirmamos nuestra teoría de que la gente en Europa no sabe dar indicaciones. Son totalmente exagerados. Un simple “la próxima a la derecha y por esa tres cuadras más” puede tomarles cinco minutos. Hacen señas indescifrables con los brazos, y cuanto más viejos, más señas tienen para ofrecer.



Patitos !



Finalmente, tras caminar por una avenida con casas y jardines muy prolijos, llegamos al hostel. Enseguida dejamos las mochilas y nos fuimos a hacer las compras al minisuper. Como queríamos almorzar livianito, nos preparamos unos ñoquis con crema fascinantes! Con la panza reventando bajamos a echarle un vistazo al lago.




Historia, arte, cultura, las ciudades italianas nos maravillaron con su riqueza y encanto incomparables, pero aún así necesitábamos alejarnos un poco de la urbe y, en especial, de la masa turística. Nuestro cuerpo nos pedía una vuelta a la naturaleza. Parados frente al lago Bled, con su iglesia como flotando sobre el agua, rodeado de montañas harto boscosas, y dominado en lo alto por el castillo medieval; nos sentimos satisfechos, por no decir, felices.


'Bled, un cuadrito'


Bajo el sol de las dos de la tarde alquilamos un bote de madera a remo, y cruzamos el lago, llegando a la islita donde, subiendo unas largas escaleras de piedra, nos encontramos con la famosa iglesia. Después de tirarnos varias veces a la fresca agua, nos sentamos a descansar en un muellecito.





Él está chocho


De pronto, como de la nada salió una japonesa y nos preguntó si nos podía sacar una foto. Como ya nos sentíamos modelos, le pedimos a unas chicas que nos sacasen una foto mientras estábamos en el bote, pero cuando pasábamos por otro muelle, fuimos sorprendidos por un batallón de japoneses apuntando sus tremendas lentes hacia nosotros.


Otra que la Patagonia





Por la tarde subimos la colina hasta el castillo y, aunque no entramos, tuvimos una muy buena vista del lago y los alrededores. Cuando volvimos al hostel, conocimos a nuestras compañeras de habitación, dos irlandesas divinas, tan blancas que parecían muñecas de porcelana. Después de una ducha caliente y una sopita de arroz, nos fuimos a dormir.



Nuestro personal cameraman


En su salsa


Día II




Con gran esfuerzo nos separamos de los gloriosos colchones del hostel para desayunar unas Manon eslovenas con leche, y tomarnos el bus al lago Bohinij, a 20 kilómetros de Bled. Nos bajamos del colectivo tras un corto viaje por pueblitos con iglesias coronadas con cúpulas orientales, y empezamos a caminar rodeando el lago.




¿Por qué tiene un avioncito de papel en la cabeza?



A diferencia de Bled, Bohinij carece de una infraestructura turística, es más bien rústico. Sentíamos como si estuviésemos en el sur argentino. Al rato descubrimos una pequeña playa escondida entre los árboles, desde la cual se abrió ante nosotros la increíble visión de todo el lago y las montañas circundantes. Las blancas piedras devolvían la luz del sol y una línea invisible dividía las verdes montañas de su perfecta reproducción, reflejada en el agua cristalina. Una pareja de ingleses desembarcó de su canoa a pocos metros de nosotros y les preguntamos dónde podíamos alquilar una.





Diez minutos después entrábamos a un camping a orillas del lago con carpas, casas rodantes y una cabaña donde, sentados en largas mesas, los campistas apuraban unas cervezas. En Europa, y en especial en Alemania, la gente mayor suele salir de vacaciones y hasta vivir por un tiempo en su casa rodante, con todas las comodidades de un hogar más sedentario.


La canoa recortaba el agua a su paso, dejando una estela zigzagueante que ponía en evidencia nuestra total ineptitud como remeros. Uno nunca se acuerda que remar no es tan fácil como parece hasta que está en medio del lago dando vueltas en círculo. Aún así, logramos un mínimo de sincronización y pudimos llegar a una playa al otro lado del lago.





Lo que pasó a continuación puede sonar algo extraño. En resumen, establecí contacto con un pez. Sucedió así, yo me encontraba metido en el agua hasta la cintura cuando noté que muy cerca de mi pie izquierdo había un pez. Como después de algunos suaves movimientos permanecía impasible, decidí caminar un poco. Las piedras del fondo se desplazaban a mi paso, liberando una nube de polvo y, en este punto, el pez abría su bocaza. Tardé un poco en entender que me había convertido en el principal proveedor de alimento de mi nuevo amigo, al cual bauticé con el nombre de Timi. La simbiosis era perfecta, yo le proporcionaba alimento y el me regalaba entretenimiento ilimitado, o casi. Habiendo comprobado que la amistad entre el pez y el hombre es posible, nos subimos a nuestra canoa para renovar nuestros espásticos intentos de coordinación.



Charlas con Timi


Llegamos con lo justo para devolver la canoa y, sentados en el muellecito, terminamos las eternas galletitas italianas jugando una brisca, a la espera del bus. El chofer resultó ser un gordo chistoso que de cuando en cuando soltaba un cuanto!? Cuanto!?, jodiendo a Nela, que le había preguntado por el precio del boleto en italiano.


Una vez en el hostel, cocinamos unos fideos con gulash enlatado en nuestra garrafita. Y después de semejante manjar, lo mínimo que podíamos hacer era tomarnos una cerveza frente al lago. Aunque el truco de enfriarlas con el agua “helada” resultó todo un fiasco, nos tomamos nuestras Lasko con unos bocaditos en forma de pescaditos, y nos fuimos a dormir.


Día III



Bled nos gustó tanto que habíamos decidido quedarnos un día más. Pero cuando entré a la oficina de turismo a averiguar para hacer rafting al día siguiente, me informaron que era imposible, ya que el día siguiente sería sobota. Sucede que en Eslovenia, el sábado, o sobota, siempre llueve. Como la chica parecía muy seria, le creí. Así que después de desayunar, nos fuimos a alquilar unas bicicletas para pasar nuestra última mañana en la cascada de Vingard, a unos kilómetros de Bled.


Cuesta arriba empezamos el paseo bajo el sol del mediodía, que no tardó mucho en obligarnos a sacarnos las remeras. Después de confundirnos de dirección, pasamos por un pueblito cercano, decorado con carteles electorales. El paisaje era conmovedor, por donde se viera los cerros verdes resguardaban un valle salpicado de casitas. Pero el paisaje no refresca, y llegamos a la entrada al parque un tanto acalorados.




Dejamos las bicis atrás y seguimos el sendero de madera que bordea el río. El frescor no se hizo esperar. La sombra proporcionada por la vegetación, el río y una interminable fila de viejos ayudaron a que el camino fuese un paseo dominguero.




Cuando llegamos a la “cascada”de Vingard descubrimos que se secaría de la veguenza de ver una foto de sus parientes de Iguazú. Ya sin el apuro de llegar al final, disfrutamos el camino de vuelta viendo cómo el fluir del río rozaba a los inmutables peces.


La 'cascada'



El retorno en bici fue interesantísimo. Pura bajada. Una vez en el hostel almorzamos, yo guardé mis calzoncillos ya secos, y mientras Nela subía fotos a este mismo blog, fui a devolver las bicicletas y a mandar unas postales. A mi regreso agarramos las mochilas y bajamos a la estación para alcanzar el bus que justo salía para Lesce, y de ahí, tomamos el tren a Ljublijana.


La célebre ciclista alemana M.J.Mayer en plena carrera


Tocamos suelo en la capital eslovena alrededor de las 4. Guardamos las mochilas en un locker y salimos a recorrer felizmente la ciudad. A medio camino, me acordé de las galletitas y, previendo ruidos de panza, volví por ellas. Pero antes de darme cuenta, estaba abriendo el locker y perdiendo por ende los 3 euros. Después de poner otros 3 euros mi frustración era irreparable. Alcancé a Nela con todo mi mal humor para, a pocas cuadras más adelante, darnos cuenta que me había olvidado las llaves puestas en el locker. No recuerdo muchas corridas como esa en mis haberes. Gracias a DIOS, así, con mayúsculas, la llave seguía ahí, resguardando nuestras mochilas.


Ya de vuelta con Nela, mi humor había hecho todo menos mejorar y, al comportarme como un completo idiota, casi que la obligué a irse para despejarse un poco. A los pocos minutos me preocupé de que no volviese y la fui a buscar. Perdido por las calles de Ljubljana, buscando a mi novia, quien yo creía que estaba sumamente ofendida. Una combinación catastrófica. Nuevamente por intervención de alguna deidad nos encontramos en el punto de separación y, tras digerir el mal rato, nos pusimos ahora sí a recorrer la ciudad.





El centro de Ljubljana es muy pintoresco. Atravesado por un río que inspiró a los habitantes a construir un excesivo número de puentes, está poblado por casas de época bien cuidadas, que ahora alojan restaurantes y bares “paquetes”. Aunque la ciudad en sí es grande, el centro histórico es realmente una miniatura, y más aún cuando se lo mira desde el castillo que domina la ciudad, en lo alto de una colina con un largo parque abierto al público. La fortaleza no era gran cosa, ya que estaba casi todo hecho a nuevo; y no mejoraba el asunto el hecho de que hubiese un cubo metálico gigante que emitía sonidos de R2D2 (Arturito) en medio de la plaza central. Arte!




Como ya se hacía de noche, buscamos un lugar para comer. Las primeras gotas de lluvia nos empujaron adentro de una pizzería bastante decente en comparación con los ya clásicos Döner Kebaps. Eso sí, la pizza en Europa, Italia excluída, es una especie de masa fina con queso como gratinado con algo que simula salsa. Si bien mi descripción se corresponde con la de una pizza, lo que comimos ahí no lo era. Ni bien terminamos de engullir nuestras porciones se largó el diluvio. Dos horas de ahorcados, observar a los recién llegados, y sobre todo, mirarnos las caras.


Milagrosamente el cielo nos concedió un cese al fuego y pudimos llegar a la estación más bien secos. El hecho de que faltasen dos horas para que saliera el tren no nos causaba demasiada gracia, pero supimos aprovechar el tiempo durmiendo acurrucados en un rincón del andén, primero yo, y después Nela. Mientras hacía guardia un italiano banana me abordó con la clásica plática de galán italiano: de dónde son las mejores minas. Al cabo de un rato, mi entendimiento del idioma italiano aumentaba a la par de mi hinchazón de bolas, pero por fortuna para entonces llegó Nela al rescate para irnos a nuestro andén.


No tardamos en encontrar asientos libres en el vagón. Lamentablemente, nuestra aparente buena suerte nos castigaría más tarde. Se nos había pasado por alto que durante la próxima hora y media estaríamos sentados frente a un húngaro ebrio, que la puerta no cerraba bien y que con cada curva se abría, dejando entrar los gritos de un grupo de inadaptados, y la cereza del postre: la cadena del baño se encontraba rota, por ende cada dos minutos se accionaba, regalándonos un permanente sonido a cascada fétida. Como dije antes, todo terminó hora y media después cuando encontré asientos libres bien alejados de ese agujero del infierno. Así pudimos pegar un ojo por las siguientes cinco horas hasta que la luz del día nos presentó a las tierras húngaras.




La cereza del postre