lunes, 29 de septiembre de 2008

Dober Dan Slovenija!

Día I


A pesar de todo pudimos sacarle 5 horas de sueño a la estación y, después de un tan bien merecido como feo café con leche tomamos el tren a Bled. Nuestro primer contacto humano en Eslovenia fue con un viejito croata que viajaba en nuestra cabina. Como había vivido un tiempo en España (20 años atrás) sabía un poco de castellano. Pero además, hablaba italiano, alemán y croata por supuesto. Esloveno, bosnio, serbio, croata; en los Balcanes si uno conoce un idioma, salvo algunas diferencias, conoce todos. O al menos eso entendimos.


Eslovenia fue una gran sorpresa para nosotros. Tras dejar al viejito en la ciudad de Kranj, nos adentramos en un paisaje de montañas tapizadas de verde. Los bosques superaban el campo visual, únicamente interrumpidos por casas típicas o algún pueblito como máximo. Con esta primera impresión en nuestros ojos nos bajamos en Lesce, para tomar un bus a Bled. No tardamos más de 20 minutos en entrar al pueblo. Luego de preguntarle a tres personas cómo llegar al hostel confirmamos nuestra teoría de que la gente en Europa no sabe dar indicaciones. Son totalmente exagerados. Un simple “la próxima a la derecha y por esa tres cuadras más” puede tomarles cinco minutos. Hacen señas indescifrables con los brazos, y cuanto más viejos, más señas tienen para ofrecer.



Patitos !



Finalmente, tras caminar por una avenida con casas y jardines muy prolijos, llegamos al hostel. Enseguida dejamos las mochilas y nos fuimos a hacer las compras al minisuper. Como queríamos almorzar livianito, nos preparamos unos ñoquis con crema fascinantes! Con la panza reventando bajamos a echarle un vistazo al lago.




Historia, arte, cultura, las ciudades italianas nos maravillaron con su riqueza y encanto incomparables, pero aún así necesitábamos alejarnos un poco de la urbe y, en especial, de la masa turística. Nuestro cuerpo nos pedía una vuelta a la naturaleza. Parados frente al lago Bled, con su iglesia como flotando sobre el agua, rodeado de montañas harto boscosas, y dominado en lo alto por el castillo medieval; nos sentimos satisfechos, por no decir, felices.


'Bled, un cuadrito'


Bajo el sol de las dos de la tarde alquilamos un bote de madera a remo, y cruzamos el lago, llegando a la islita donde, subiendo unas largas escaleras de piedra, nos encontramos con la famosa iglesia. Después de tirarnos varias veces a la fresca agua, nos sentamos a descansar en un muellecito.





Él está chocho


De pronto, como de la nada salió una japonesa y nos preguntó si nos podía sacar una foto. Como ya nos sentíamos modelos, le pedimos a unas chicas que nos sacasen una foto mientras estábamos en el bote, pero cuando pasábamos por otro muelle, fuimos sorprendidos por un batallón de japoneses apuntando sus tremendas lentes hacia nosotros.


Otra que la Patagonia





Por la tarde subimos la colina hasta el castillo y, aunque no entramos, tuvimos una muy buena vista del lago y los alrededores. Cuando volvimos al hostel, conocimos a nuestras compañeras de habitación, dos irlandesas divinas, tan blancas que parecían muñecas de porcelana. Después de una ducha caliente y una sopita de arroz, nos fuimos a dormir.



Nuestro personal cameraman


En su salsa


Día II




Con gran esfuerzo nos separamos de los gloriosos colchones del hostel para desayunar unas Manon eslovenas con leche, y tomarnos el bus al lago Bohinij, a 20 kilómetros de Bled. Nos bajamos del colectivo tras un corto viaje por pueblitos con iglesias coronadas con cúpulas orientales, y empezamos a caminar rodeando el lago.




¿Por qué tiene un avioncito de papel en la cabeza?



A diferencia de Bled, Bohinij carece de una infraestructura turística, es más bien rústico. Sentíamos como si estuviésemos en el sur argentino. Al rato descubrimos una pequeña playa escondida entre los árboles, desde la cual se abrió ante nosotros la increíble visión de todo el lago y las montañas circundantes. Las blancas piedras devolvían la luz del sol y una línea invisible dividía las verdes montañas de su perfecta reproducción, reflejada en el agua cristalina. Una pareja de ingleses desembarcó de su canoa a pocos metros de nosotros y les preguntamos dónde podíamos alquilar una.





Diez minutos después entrábamos a un camping a orillas del lago con carpas, casas rodantes y una cabaña donde, sentados en largas mesas, los campistas apuraban unas cervezas. En Europa, y en especial en Alemania, la gente mayor suele salir de vacaciones y hasta vivir por un tiempo en su casa rodante, con todas las comodidades de un hogar más sedentario.


La canoa recortaba el agua a su paso, dejando una estela zigzagueante que ponía en evidencia nuestra total ineptitud como remeros. Uno nunca se acuerda que remar no es tan fácil como parece hasta que está en medio del lago dando vueltas en círculo. Aún así, logramos un mínimo de sincronización y pudimos llegar a una playa al otro lado del lago.





Lo que pasó a continuación puede sonar algo extraño. En resumen, establecí contacto con un pez. Sucedió así, yo me encontraba metido en el agua hasta la cintura cuando noté que muy cerca de mi pie izquierdo había un pez. Como después de algunos suaves movimientos permanecía impasible, decidí caminar un poco. Las piedras del fondo se desplazaban a mi paso, liberando una nube de polvo y, en este punto, el pez abría su bocaza. Tardé un poco en entender que me había convertido en el principal proveedor de alimento de mi nuevo amigo, al cual bauticé con el nombre de Timi. La simbiosis era perfecta, yo le proporcionaba alimento y el me regalaba entretenimiento ilimitado, o casi. Habiendo comprobado que la amistad entre el pez y el hombre es posible, nos subimos a nuestra canoa para renovar nuestros espásticos intentos de coordinación.



Charlas con Timi


Llegamos con lo justo para devolver la canoa y, sentados en el muellecito, terminamos las eternas galletitas italianas jugando una brisca, a la espera del bus. El chofer resultó ser un gordo chistoso que de cuando en cuando soltaba un cuanto!? Cuanto!?, jodiendo a Nela, que le había preguntado por el precio del boleto en italiano.


Una vez en el hostel, cocinamos unos fideos con gulash enlatado en nuestra garrafita. Y después de semejante manjar, lo mínimo que podíamos hacer era tomarnos una cerveza frente al lago. Aunque el truco de enfriarlas con el agua “helada” resultó todo un fiasco, nos tomamos nuestras Lasko con unos bocaditos en forma de pescaditos, y nos fuimos a dormir.


Día III



Bled nos gustó tanto que habíamos decidido quedarnos un día más. Pero cuando entré a la oficina de turismo a averiguar para hacer rafting al día siguiente, me informaron que era imposible, ya que el día siguiente sería sobota. Sucede que en Eslovenia, el sábado, o sobota, siempre llueve. Como la chica parecía muy seria, le creí. Así que después de desayunar, nos fuimos a alquilar unas bicicletas para pasar nuestra última mañana en la cascada de Vingard, a unos kilómetros de Bled.


Cuesta arriba empezamos el paseo bajo el sol del mediodía, que no tardó mucho en obligarnos a sacarnos las remeras. Después de confundirnos de dirección, pasamos por un pueblito cercano, decorado con carteles electorales. El paisaje era conmovedor, por donde se viera los cerros verdes resguardaban un valle salpicado de casitas. Pero el paisaje no refresca, y llegamos a la entrada al parque un tanto acalorados.




Dejamos las bicis atrás y seguimos el sendero de madera que bordea el río. El frescor no se hizo esperar. La sombra proporcionada por la vegetación, el río y una interminable fila de viejos ayudaron a que el camino fuese un paseo dominguero.




Cuando llegamos a la “cascada”de Vingard descubrimos que se secaría de la veguenza de ver una foto de sus parientes de Iguazú. Ya sin el apuro de llegar al final, disfrutamos el camino de vuelta viendo cómo el fluir del río rozaba a los inmutables peces.


La 'cascada'



El retorno en bici fue interesantísimo. Pura bajada. Una vez en el hostel almorzamos, yo guardé mis calzoncillos ya secos, y mientras Nela subía fotos a este mismo blog, fui a devolver las bicicletas y a mandar unas postales. A mi regreso agarramos las mochilas y bajamos a la estación para alcanzar el bus que justo salía para Lesce, y de ahí, tomamos el tren a Ljublijana.


La célebre ciclista alemana M.J.Mayer en plena carrera


Tocamos suelo en la capital eslovena alrededor de las 4. Guardamos las mochilas en un locker y salimos a recorrer felizmente la ciudad. A medio camino, me acordé de las galletitas y, previendo ruidos de panza, volví por ellas. Pero antes de darme cuenta, estaba abriendo el locker y perdiendo por ende los 3 euros. Después de poner otros 3 euros mi frustración era irreparable. Alcancé a Nela con todo mi mal humor para, a pocas cuadras más adelante, darnos cuenta que me había olvidado las llaves puestas en el locker. No recuerdo muchas corridas como esa en mis haberes. Gracias a DIOS, así, con mayúsculas, la llave seguía ahí, resguardando nuestras mochilas.


Ya de vuelta con Nela, mi humor había hecho todo menos mejorar y, al comportarme como un completo idiota, casi que la obligué a irse para despejarse un poco. A los pocos minutos me preocupé de que no volviese y la fui a buscar. Perdido por las calles de Ljubljana, buscando a mi novia, quien yo creía que estaba sumamente ofendida. Una combinación catastrófica. Nuevamente por intervención de alguna deidad nos encontramos en el punto de separación y, tras digerir el mal rato, nos pusimos ahora sí a recorrer la ciudad.





El centro de Ljubljana es muy pintoresco. Atravesado por un río que inspiró a los habitantes a construir un excesivo número de puentes, está poblado por casas de época bien cuidadas, que ahora alojan restaurantes y bares “paquetes”. Aunque la ciudad en sí es grande, el centro histórico es realmente una miniatura, y más aún cuando se lo mira desde el castillo que domina la ciudad, en lo alto de una colina con un largo parque abierto al público. La fortaleza no era gran cosa, ya que estaba casi todo hecho a nuevo; y no mejoraba el asunto el hecho de que hubiese un cubo metálico gigante que emitía sonidos de R2D2 (Arturito) en medio de la plaza central. Arte!




Como ya se hacía de noche, buscamos un lugar para comer. Las primeras gotas de lluvia nos empujaron adentro de una pizzería bastante decente en comparación con los ya clásicos Döner Kebaps. Eso sí, la pizza en Europa, Italia excluída, es una especie de masa fina con queso como gratinado con algo que simula salsa. Si bien mi descripción se corresponde con la de una pizza, lo que comimos ahí no lo era. Ni bien terminamos de engullir nuestras porciones se largó el diluvio. Dos horas de ahorcados, observar a los recién llegados, y sobre todo, mirarnos las caras.


Milagrosamente el cielo nos concedió un cese al fuego y pudimos llegar a la estación más bien secos. El hecho de que faltasen dos horas para que saliera el tren no nos causaba demasiada gracia, pero supimos aprovechar el tiempo durmiendo acurrucados en un rincón del andén, primero yo, y después Nela. Mientras hacía guardia un italiano banana me abordó con la clásica plática de galán italiano: de dónde son las mejores minas. Al cabo de un rato, mi entendimiento del idioma italiano aumentaba a la par de mi hinchazón de bolas, pero por fortuna para entonces llegó Nela al rescate para irnos a nuestro andén.


No tardamos en encontrar asientos libres en el vagón. Lamentablemente, nuestra aparente buena suerte nos castigaría más tarde. Se nos había pasado por alto que durante la próxima hora y media estaríamos sentados frente a un húngaro ebrio, que la puerta no cerraba bien y que con cada curva se abría, dejando entrar los gritos de un grupo de inadaptados, y la cereza del postre: la cadena del baño se encontraba rota, por ende cada dos minutos se accionaba, regalándonos un permanente sonido a cascada fétida. Como dije antes, todo terminó hora y media después cuando encontré asientos libres bien alejados de ese agujero del infierno. Así pudimos pegar un ojo por las siguientes cinco horas hasta que la luz del día nos presentó a las tierras húngaras.




La cereza del postre